Letras añejas

En esta sección se publican cuentos, poesías, relatos breves que hablen de nuestro México.



CIEN AÑOS DE PERDÓN
De Soraya Herrera

Lorena caminaba por el centro de la Ciudad de México con el mismo aplomo que cuando vivió en Brooklyn, con la misma confianza que la acompañó cuando hizo suyo el departamento a las orillas del Ganges en Varanasi, con la misma nobleza con la que adoptó el ritmo de Oaxaca para que sus artesanas tejedoras que le dieran cuerpo a sus proyectos. Dueña de una naturaleza intrépida y un corazón desafiante, Lorena imponía su ritmo de locataria a la ciudad que muy pronto bulliría escandalosa, desordenada y arbitraria. Vivir en el centro la ponía al alcance todo lo que necesitaba: inspiración, economía, la estación del metro Allende en su puerta y el bar La Perla incluidos en el mismo paquete. 

Esa mañana Lorena se había vestido con la ropa del día anterior y agarrado unos cuantos pesos para salir a comprar el pan del desayuno. Las banquetas todavía estaban húmedas de cuando las lavaron a baldazos y las últimas cortinas de los comercios subían remedando los bostezos del monstruo de metal y concreto despabilándose de buen humor todavía. El tráfico venía en escalada, los oficinistas comenzaban a apurar el paso, los olores y aromas comenzaban a entrecruzarse y los comerciantes a persignarse. Le daba gusto vivir a unas cuadras de todo, no tener la necesidad de un coche y saberse uno de los seres que vive como quiere. 

Mientras caminaba organizaba mentalmente el día: -Desayuno primero, arte después, lo que venga más tarde.- De pronto su hombro y sus pensamientos se vieron sacudidos por un imprevisto tirón. ¡Un muchacho en bicicleta había pasado a lado suyo y arrebatado sin trapujos su bolsita oaxaqueña que poco contenía pero que tanto le gustaba! Ella reaccionó con la misma velocidad con la que el ladrón pedaleaba. Un contundente grito salió desde lo mas profundo de sus entrañas: 

-¡Ven acá desgraciado! ¡A dónde crees que vas hijo de la chingada! 

Y arremetió como fiera detrás del que pretendía salir de su miseria con el dinero del pan. El perseguido aceleró al sentir en la nuca el aliento del mismísimo demonio que le pisaba los talones, listo para llevárselo al infierno o morir en el intento. 

-¡Devuélvemela ahora mismo imbécil! ¡qué te crees, trae sólo veinte pesos pendejo! ¡Que me devuelvas mi bolsa, te digo! 

¡Ah, no! La injusticia no era algo que Lorena dejara pasar fácilmente. Si había hecho suyas causas tan lejanas como el robo que hacían las autoridades hindúes cobrando veinte dólares para ver el Taj Majal y no utilizarlo en su mantenimiento, o tan cercanas como cuando se caracterizó de La Condesa Ultrajada en una ocasión en que las autoridades arrasaron con los restauranteros en el barrio del mismo nombre, un agravio tan personal no quedaría impune. 

El instinto de supervivencia del delincuente le hizo saber que aquella güerita era cosa seria, que la elección de su víctima no fue la correcta, que eran preferibles las viejitas a las guapas y que mejor era salvar el pellejo que morir ahorcado en las manos de aquella cosa que se le venía encima. Sin mirar atrás y esquivando los obstáculos del camino, lanzó la pequeña bolsa de terciopelo negro y flores bordadas hacia atrás. Aunque se empeñó en mantener el equilibrio y buscar una ruta de escape, el impacto de ver semejante transmutación no le permitió deparar en el auto que pasaba y le venía encima. 

El cayó y ella se calló. 

Él se levantó y ella levantó su bolsa. 

Él corrió despavorido y ella paró ufana. 

Nadie logró alcanzar al muchacho, se perdió doblando la esquina y no se sabe qué habrá sido de él. A Lorena le regalaron un caramelito 

-pal susto-, dijo la de la tiendita de la esquina que lo vio todo, también le alcanzaron un vasito de agua, –Pal aliento-, dijo la de las quesadillas que vio poco porque la agarraron distraída. Risueña y desfachatada, Lorena no esperó a recibir todas las atenciones que se le venían encima. Con una traviesa sonrisa agarró la bicicleta que había quedado tirada -Pa la justicia-, le dijo al conductor que le pasaba saliva al raspón de su auto. 

Ya con locomoción propia, decidió mejor seguir unas cuadras más y desayunar fruta. Regresó a casa en dos ruedas, con una papaya y cien años de perdón.

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